El paisaje fuerte y potente de aquellas maquinas en funcionamiento y en tiempos, protagonistas en los procesos productivos de los campos castellanos traen a mi memoria a tantos dignos agricultores y sus familias que me pareció oportuno abrir esta ventana para rendirles homenaje.
En el entorno rural y eminentemente agrícola, la tecnificación de las tareas agrarias ha variado mucho en las últimas décadas en cuanto a la aplicación de sistemas productivos, maquinaria y serie de técnicas empleadas en función de encontrar los máximos beneficios para la agricultura, el medio ambiente y el agricultor. La rotación de cultivos, el uso racional de fertilizantes, la mínima erosión de la tierra, no contaminar las aguas superficiales y subterráneas, son las líneas a seguir según la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura, (FAO).
En el marco de una España básicamente rural, con un 50% de la población activa agraria hasta bien entrado el siglo XX, la cosa era bien distinta. El sostenimiento de esta actividad productiva se orientaba primordialmente al autoabastecimiento y en un segundo plano al comercio. Exigía la aportación de todos los miembros de la unidad familiar, hombres, mujeres, niños y ancianos tenían un papel en el complejo sistema de reparto de las labores directas o complementarias.
La maquinaria, simple pero revolucionaria era la aliada imprescindible de los que vivían de la agricultura en una época más natural, pero también más difícil y exigente. Era patrimonio susceptible de valoración en dinero tanto por el coste de compra y mantenimiento como por el beneficio, fruto y provecho que reportaba a sus dueños y descendientes.
Por nuestros pueblos encontramos muchas de aquellas máquinas abandonadas a su suerte en las haciendas, piezas de metal aparcadas por fuera de uso, en el depósito de la chatarra o en desechos que en el mejor de los casos puede llegar a convertirse en adorno, en pieza de exposición o en espera de pasar a ser reconvertidas en materia prima para otros usos.
El arado fue la evolución del pico y de la azada. En su origen, arrastrado por personas y más tarde por animales domesticados se componía básicamente de tres elementos: el dental, pieza central y oblicua con referencia al suelo provista de una reja de hierro que hincaba en la tierra para removerla; el timón, pieza frontal que unida al tiro mediante un yugo transmitía la tracción, y la esteva, pieza de madera en la parte posterior que permitía girar el arado, ejercer presión en el terreno y faenar en ida y vuelta, en redondo o en contorno.
De reja y vertedera convencional o reversible, de báscula, de cincel o de desfonde, de disco o de rastra... eran los más requeridos por sus prestaciones. Del primitivo arado hasta la llegada del tractor en 1905, se sucedieron muchos modelos que ya figuran en el inventario de máquinas del tiempo.